Estábamos ahí.
Caminaba incrédula ante la idea de que ese lugar sagrado por siglos y por miles de hombres adorado estuviera a punto de ser destruido. Pero lo sabía y por eso mis pies andaban con mayor ansiedad. Nos dirigimos al punto exacto de nuestro destino, a aquella pared de roca creada por la naturaleza, para con sólo nuestras manos y piernas escalarla, para subir a la cima de la cima.
Lo hacíamos porque esperábamos alcanzar la promesa que ofrecía subir a la cumbre: ver desde ahí el lugar en donde se encontraban de frente el norte y el sur de la geografía de los pensamientos, mirando por supuesto más allá de los ojos, mirando con todos los sentidos, mirando con el corazón.
Al intentar escalar resbalaba, pues húmedas estaban mis ropas y mi cuerpo. Retrocedí y decidí esperar a que se secaran el rastro tanto de la lluvia como de las lágrimas. Mientras esperaba, caminé por un sendero que me dio una perspectiva distinta de la montaña, vi desde ahí otras dos protuberancias que formaban parte de ella. Parecían mucho más terrenales que la cima de la cima, aunque tenían un ligero olor a divinidad.
Me paré en medio del camino, giré mi cabeza hacia un lado, hacia una de las protuberancias. Un grito que no pudo ser, pero que acabó convirtiéndose en suspiro, dio paso al pestañeo y la frotación de los ojos, pues creía estar confundida.
Pero la imagen aún seguía ahí. Había dos árboles, casi secos ya, que se miraban frente a frente y con sus ramas prácticamente carentes de hojas, se tocaban. El atardecer dotaba al color café de su tronco y ramas de una tonalidad dorada. En medio, entre ellos, estaba suspendida una figura circular dorada también: el sol que bajaba de su cenit.
Cuando el astro desaparecía dejando todavía un último rayo de luz, volteé hacia el otro lado. Vi, con la creciente oscuridad, una pierna salir de entre unas mantas y levantarse contra el horizonte, después le siguieron unos brazos, después varias cabezas.
Pensé que el olor a divino me había mareado. Intrigada me acerqué. Las cabezas, las piernas y los brazos se habían multiplicado. Eran muchos niños. Vi entonces lo que antes había pasado desapercibido. Quién sabe cómo, quién sabe cuándo, la montaña se había vuelto hogar también de varios niños y adolescentes sin techo.
Con la sorpresa de ver un extraño, se aproximaron a mí. Me rodearon, hablando, bueno, más bien gritando todos a la vez. No sé como lo supe, tal vez ellos lo dijeron, pero me di cuenta que tenían una enfermedad incurable. Uno de ellos me enseñó unos papeles amarillentos, sacados de un folder todavía más amarillento:
- Con esto, me dan medicina gratis. Estoy muy orgulloso de mis papeles. Mira, ¡aquí hay una firma! - me dijo mientras la señalaba con su dedito.
Era demasiado para mí, traté de alejarme. Lo hice apresuradamente, algunos me seguían mientras otros jugaban y se correteaban entre ellos. Otro de los niños, uno de los mayores, me dijo:
- A veces también nos dan unas cosas, como drogas para el dolor, ¡están bien buenas!- E hizo cara y gestos, al recordarlas, de sentir placer.
No podía soportarlo más, mis demás acompañantes ya me habían alcanzado y le contesté a ese niño:
- No quiero tus drogas, estás loco si crees que voy a comprártelas.
Nos alejamos, yo apuraba el paso de los demás, ya que en el fondo sabía que el loco no era él. Al contrario, él, ellos, eran el resultado de que tú y yo, de que nosotros no hubiéramos hecho nada.
Mientras nos marchábamos de la montaña me mentía a mí misma: Ya es demasiado tarde.
Desde entonces, no puedo olvidar el olor de esa montaña ahora inexistente y las voces de los niños inexistentes también, bajo tierra ya.
PD. No a la minería en Wirikuta ni en la montaña de Guerrero