En ese viernes tan oscuro, en el que las palabras no surgían, no porque no hubiese sentimientos que explicar sino porque se ahogaban en la garganta, sentí que habíamos llegado al punto final de nuestra historia, a nuestro último día.
Me encontré con mis ganas de quedarme pero también de salir huyendo para siempre, con el nada de fuerza que tengo para contenerme y la facilidad que tienes para descontrolarme.
-¿Qué pasa? - fue tu pregunta.
-Nada- mentí descaradamente y con plena conciencia de que no me creerías ni media palabra.
-¿Nada? ¿Estás segura?
-Ya te dijé que nada y no quiero hablar ahora.
-Ya te dijé que nada y no quiero hablar ahora.
Alzé los hombros, volteé la cara y evité tu mirada.
Poco a poco, con extrema paciencia y un poco de tristeza, terminaste sacando cada sentimiento escondido, terminaste oyendo las palabras que desde hace tanto quería que escucharas pero no me atrevía a decir en voz alta y terminaste rompiendo la muralla emocional que construyó después de cada batalla de palabras.
Desde aquel día he soñado con días nublados en los que pierdo la memoria... cuando despierto está lloviendo.
Hola Sara,
ResponderEliminarestá padrisima esta reflexión, te transmite una gran sensibilidad de la que a veces creemos haber olvidado, no somos perfectos pero podemos ser mejores.
Saludos y te invito a visitar mi blog:
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Sara volvi a leer esto, y lo veo con otros ojos, me acaba de suceder, el problema es que en mi garganta sigue un enorme nudo que quisiera explotar y decirle lo mucho que ha empezado a significar para mí.
ResponderEliminarAaron