viernes, 9 de octubre de 2009

después...¿hacia dónde?

Estaba en una encrucijada: ¿irse o qué-darse?

Lo que menos quería en ese momento era que la noche acabara, lo pedía a gritos, temiendo que lo que alguna vez fue mar, se volviera desierto.
Pedía también, que el encuentro que tanto necesitaba tuviera lugar, incluso si se realizaba hasta que amaneciera.
Caminó por el Centro Histórico, que a pesar de la hora, su estado podría ser definido de cualquier forma, menos de inactivo. Siguió a un montón de figuras que en medio de gritos y protestas llegaron a una vieja casa, que era un culmen de segundos inacabados, noches y mañanas oscuras, y lo peor de todo -o lo mejor de todo según quién lo vea- de paraísos quemados.

Entró, después de esperar con la seguridad de que la espera ya no sería en vano, subió las viejas escalinatas que la condujeron a través de cuartos vetustos y oscurecidos por el tiempo, entre caras sin rostro y entre músicos sin nombre.
Encontró el no-lugar perfecto o el lugar no perfecto -de nuevo según quién lo mire- y se colocó ahí. Justo ahí, frente al viejo barandal que invitaba a todo menos a negarse.
La observé saltar el barandal y escapar de sí misma, mientras cerraba los ojos para poder ver mejor en la oscuridad.
Se sintió de algodón, una suave flor de algodón... flotó, hasta llegar por primera vez a ese lugar dónde puedas alcanzar las estrellas rosas si corres hacia atrás, a ese lugar dónde una parte de ese "ser" alumbra la oscuridad con tanta intensidad que la claridad se vuelve oscura... a ese lugar dónde te puedes sentir de mil colores, saberte de mil humores y escuchar silencios estridentes, ecos sin sonido y palabras mudas.
En el final del camino, o tal vez en el principio de un nuevo sendero, una figura roja se posicionó frente a ella y le pidió que transitaran hacia un destino diferente, asegurando que allá podrían encontrar toda la calma alguna vez perdida y los recuerdos en algún momento olvidados.
Yo no estaba lo suficientemente cerca para afirmarlo con seguridad, pero la vi comprender, solamente viendo la espalda de esa figura rojiza, que era el momento de descender, el momento de regalar su memoria y despertar con amnesia, para que al llegar al lugar compartido, los recuerdos acudieran como remolinos, para que al llegar lograse ver mejor sin los ojos y mejor escuchar sin los oídos, encontrarse lejos de lo que siempre sobra y cerca de lo que casi siempre falta.

Cuando se marchaba, dijo al pasar junto a mí:
-Siempre podrás cerrar los ojos.









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